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Homilía para la clausura de las Jornadas de Espiritualidad de la Familia Salesiana

Pascual Chavez Omelia 19.01.14 (SP)

«Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»

Segundo Domingo del tiempo ordinario (Ciclo A)
Homilía para la clausura de las Jornadas de Espiritualidad de la Familia Salesiana
Is 49:4.5-6; 1Cor 1:1-3; Jn 1:29-34

 

Queridísimos hermanos y hermanas,

Concluyamos esta edición de las Jornadas de Espiritualidad de la Familia Salesiana alabando y dando gracias al Señor que nos ha congregado, nos ha permitido escuchar su voz y nos envía a nuestras casas, comunidades y obras con la misión de señalar, como hizo el Bautista, a los jóvenes la presencia de Cristo entre nosotros. Jesús es el único que puede colmar de alegría, de sentido, de compromiso la vida de ellos porque Él es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

En estos días hemos reflexionado a cerca del elemento fundamental de la vida humana, y con más razón de la vida cristiana, a saber la vocación a la santidad a través del amor. Este es también el fundamento de la vocación y de la misión salesiana: la espiritualidad, que tiene como centro la Caridad, que Don Bosco ha definido como una caridad educativo pastoral, porque tiene como finalidad llevar a los jóvenes a la plenitud de vida en Cristo. Se trata de una forma de vida marcada en la vida teologal, o mejor, en la vida de Dios en nosotros através de la fe, la esperanza y la caridad, hasta reproducir en nosotros fielmente la imagen de su Hijo, como ha sabido hacer Don Bosco en Valdocco.

Pero también vimos que la santidad que, es la vocación común, debe ser vivida al interno de la Familia Salesiana, según la diversidad del proprio estado de vida. El hermoso mosaico de la santidad salesiana es la prueba más espléndida de que Don Bosco ha sido un gran místico de la acción, un sabio guía espiritual, y que en su escuela se han convertido en santos él mismo, su mamá, y sus colaboradores más cercanos, y sus primeros sucesores, y sus muchachos, Madre Mazzarello, y detrás de sus huellas muchísimos otros han hecho de la espiritualidad salesiana una vía segura de santitad.

La palabra de Dios, que hemos escuchado, reitera que la vida es vocación y que todas las personas tienen una misión que cumplir: el Siervo de Yahvé tiene precisamente la vocación de ser siervo de Dios y su misión es la de ser “luz de los pueblos” y llevar la salvación a todos. Pablo se sintió llamado a ser “apóstol de Cristo”, con la misión específica de anunciar a Cristo Crucificado. Juan Bautista nació para ser el precursor de Cristo y ha recivido desde el seno materno la espléndida misión de preparar su venida, de reconoscerlo presente en medio del pueblo y señalarlo a sus discípulos como “el Cordero de Dios”, lleno del Espíritu Santo, el Hijo de Dios reconoscido por el Padre, y testimoniarlo con su palabra, su vida y su muerte.

También nosotros, queridos hermanos y hermanas, tenemos, como miembros de la Familia Salesiana, una vocación: ser servos de Dios, apóstoles de Cristo, sus precursores con la hermosa misión de identificarlo para presentarlo al mundo. No es otra la misión salesiana si no la de ser creyentes que hacen sentir el aliento del Espíritu Santo allí donde hay semillas de vida, de bien, de verdad, de belleza; que hacen descubrir las huellas de Dios y de su Amor providente en la creación, en la historia; que hacen ver a los jóvenes la presencia de Cristo en su Iglesia, en los pobres, en los necesitados y en los marginados, y lo señalan como Aquel que buscan sus corazones, precisamente porque es capaz de satisfacer sus deseos más profundos, de no desilusionar sus esperanzas, y animarlos a ser sus discípulos misioneros, como pide el Papa Francisco.

Sin el testimonio de Juan, Jesús hubiese pasado inadvertido para la multitud. Y esto que sucedió entonces, sucede también hoy, donde parece que se pierden las huellas de Dios en el mundo, donde se experimenta el “silencio de Dios” y se nos engaña con poder vivir prescindiendo de su proximidad solidaria, de su presencia amorosa, de su empeño salvador. El Bautista tuvo la gracia de vivir esperando a Cristo, de prepararse para recibirlo, con la mente siempre alerta y el corazón vigilante, y después de reconocerlo entre la muchedumbre que venía a su encuentro. El Bautista tuvo el coraje de ser el primero en identificar a Jesús como el vencedor del pecado y tuvo la audacia de no silenciar cuanto sabía. Y así, avalado por el Bautista, Jesús pudo empezar a manifestarse entre los hombres.

Sin embargo el evangelio no quiere recordarnos solo el mérito de Juan de descubrir e identificar a Jesús como el Cordero de Dios, sino más bien reclamar nuestra atención sobre la necesidad del testimonio cristiano a fin de que Jesús pueda ser reconocido y seguido por nuestra generación, necesitada ella también de redención. De poco hubiera servido el hecho de que Dios se hubiera encarnado como hijo de Maria si Jesús no hubiera sido aceptado como Hijo de Dios.

No debemos olvidar cuanto está escrito en el prólogo del evangelio de Juan: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. Esto sucede cuando pensamos que no necesitamos de Cristo y queremos sustituirlo con el progreso de la ciencia, de la técnica, de la economía y sobretodo con “la cultura del bienestar que, como ha dicho con gran sinceridad el Papa Francisco, nos lleva a pensar en nosotros mismo, nos hace insensibles a los gritos de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia”.1

Pues bien, si Jesús no hubiera contado con la disponibilidad de Juan Bautista, no habría sido presentado como el Cordero, el hombre lleno del Espíritu, el Hijo de Dios. Afirmando la misión de Jesús, Juan aceptó disminuir la suya: señalando a Jesús como el Cordero que quita el pecado, envió hacia Él a todos los que venían a verlo.

Hoy como ayer, o mejor hoy más que ayer, Jesús necesita personas que lo den a conocer. Se necesitan personas que hagan ver la presencia de Dios en el mundo.

He aquí nuestra misión salesiana, queridos hermanos y hermanas: ser personas que den testimonio de Jesús a los jóvenes, especialmente a los más pobres desde el punto de vista social y económico, necesitados desde el punto de vista afectivo y emocional, en situación de riesgo desde el punto de vista de la pérdida de sentido de la vida, de esperanza y de futuro. No debemos olvidar que la tentativa de echar a Dios fuera de nuestra existencia, no convierte la tierra en un paraíso. ¡Al revés! Hace más arduo nuestro trabajo, más frágil nuestra vida, la vida de los jóvenes más difícil y menos paradisíaca toda nuestra tierra.

Es interesante ésta decisión pedagógica de Dios de hacerse preceder por precursores. Una elección que llega a frutos abundantes cuando las personas elegidas desenrollan hasta el final su misión, se identifican con el querer de Dios. Esto es lo que hizo don Bosco que como creyente caminó por la historia “como si viera al Invisible” y encauzó toda sus energías al servicio de una única causa: la salvación de los jóvenes, y para realizar esta misión dio lugar a todo tipo de iniciativas y obras, entre otras la fundación de la Familia Salesiana, no teniendo otras miras que las almas: “Da mihi animas”.

Estoy seguro de que las vocaciones para todos nuestros institutos se multiplicarían, serían más firmes y darían más fruto si los jóvenes -muchachos y muchachas- que frecuentan nuestras obras o que cuidamos en las diferentes actividades de todo tipo hallaran en nosotros un Juan Bautista que les señalara a Jesús, que les hiciera conocer su identidad profunda y los guiara en su seguimiento.

¡Qué hermosa misión nos confía el Señor! Realicémosla con gozo, con convicción y con generosidad. Cristo es un derecho de todos. Señalemos su presencia entre nosotros y llevemos a los jóvenes al encuentro personal con Él.

Roma, Salesianum – 19 de enero de 2014

Don Pascual Chávez V., sdb
Rector Mayor