AR_5643__2010

Relaciones: P. José Luis Plascencia

P. José Luis Plascencia sdb

José Luis Plascencia (SP)

1.- Introducción

Todos nosotros somos cristianos, y por lo tanto, nuestra fe y el sentido de nuestra vida se centran en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho Hombre; herederos de una tradición que se ha ido enriqueciendo a lo largo de 2000 años. Quisiera invitarles a comenzar colocándonos en la situación de los contemporáneos de Jesús, como si fuéramos un miembro más del pueblo de Israel, ante este “Judío marginal”1, llamado Jesús de Nazaret, un predicador itinerante por los caminos polvorientos de la Galilea del primer siglo de nuestra era. Lo haremos, por supuesto, siguiendo la línea del Nuevo Testamento, aun sabiendo que no tenemos una “crónica” de la vida de Jesús, y que los Evangelios son testimonios de fe que, sin embargo, se basan en la realidad histórica del Señor.

2.- “¿…Quién es este hombre?”

Jesús de Nazaret se presenta como una figura fascinante, que atrae a las multitudes, que se entusiasman tanto al escucharle, que se olvidan en ocasiones hasta de comer. Su voz, hermosa y fuerte (en ocasiones le escuchaban hasta miles de personas), transmite un mensaje que, ante todo, impresiona por la autoridad con la que lo expresa: se trata de un lenguaje “distinto del de los escribas y fariseos”(Mc 1, 27); hasta los ignorantes soldados reconocen: “nadie ha hablado jamás como este hombre” (Jn 7, 46): una autoridad que no es imposición o intransigencia, sino que más bien infunde seguridad y confianza en quien lo escucha, desde la seguridad propia con la que se expresa, aun cuando sus palabras contrasten con la mentalidad convencional de su tiempo.

Junto con esta autoridad, resulta fascinante la concretez con la que se expresa: no es complicado ni abstracto, sino que habla sencillamente, de manera que todos pueden comprender, incluso los pequeños e ignorantes; privilegiando un recurso que permite recordar mejor lo escuchado: los ejemplos de la vida ordinaria –tanto de la vida de los hombres como de las mujeres, de los adultos como de los niños-: sobre todo utilizando las parábolas, uno de los elementos mejor “atestiguados” en la cristología prepascual.

Esta forma de hablar, sin embargo, no elimina el esfuerzo de la propia reflexión: al contrario invita a ella y la hace necesaria: de manera que muchos, aun oyendo, no comprenden (cfr. Mc 4, 12 et par.); es necesario implicar la mente (evitando la superficialidad) y el corazón, sede de los sentimientos y por lo tanto, núcleo de la conversión. De otra manera, su palabra será como una semilla que cae en el camino y que, siendo pisada por los viandantes o tragada por los pajarillos, no produce ningún fruto (cfr. Mc 4, 4); o incluso, siendo malentendida, provocará su rechazo, aun de quienes lo seguían (cfr. Jn 6).

Este rechazo, sin embargo, no es provocado simplemente por la incomprensión, sino porque su enseñanza no coincide con lo que los judíos estaban acostumbrados a escuchar, y sus jefes, a proclamar. Es inseparable de la autoridad con la que Jesús habla su actitud de libertad, una libertad fascinante, sin duda, pero también desconcertante, que no se ve maniatada por los convencionalismos familiares, sociales e incluso religiosos de la tradición judía. A este respecto, basta recordar el sermón de la montaña (cfr. Mt 5-7), con las contraposiciones que Jesús establece entre su mensaje y “lo que se dijo a los antiguos”: ¡se trata, nada menos, de textos de la Torah, la Ley de Dios!

Esta actitud de Jesús se manifiesta, más todavía, en su forma de vivir: anda con todo tipo de personas; en ocasiones lo encontramos comiendo en casa de fariseos y doctores de la ley (al menos en dos ocasiones: Lc 7, 36-50, y 11, 37-54). Sin embargo, lo que causa más escándalo es su predilección por “frecuentar malas compañías”2, al grado que se acuñó una expresión ofensiva para designar esta actuación: “comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19): ¡que el evangelista pone en boca de Jesús! De nuevo: quizá estamos demasiado acostumbrados a ver a Jesús “dogmáticamente”, después de 2000 años… Ante esta actitud del “galileo marginal”, ¿cómo habríamos reaccionado nosotros? ¿Habríamos creído en él? Sin duda, es fácil criticar a sus enemigos desde nuestra perspectiva; más difícil, sin duda, es ponernos en su lugar…

Es innegable, por otra parte, que la autoridad de su lenguaje y lo novedoso de su “praxis”, tan nueva y para algunos tan escandalosa, se ven avalados –y en cierta manera, contrastados- por las acciones que realiza de parte de Dios: concretamente, los milagros (que el evangelista Juan llama, desde otra perspectiva teológica, “signos”). A este respecto, es muy importante el encuentro de Jesús con los discípulos de Juan Bautista, quien, desde la cárcel, donde se encuentra en continuo peligro de muerte (como de hecho ocurrirá, cfr. Mc 6, 17-29 et par.), le manda preguntar: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” (Mt 11, 3). Jesús responde haciéndoles ver sus acciones: san Lucas dice que “en aquel momento (Jesús) curó a muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a muchos ciegos” (Lc 7, 21), pero sobre todo subrayando el signo por excelencia de su mesianismo: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Nueva” (Lc 7, 22); y concluye relacionando estos “signos” con su predicación y sus acciones desconcertantes: “¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí!” (v. 23). Esta relación entre sus obras y su más profunda identidad culmina en el evangelio de Juan, precisamente porque Jesús indica la raíz última de esta manera de hablar y de actuar: su carácter filial. “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y reconoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38). Todo esto viene sintetizado en las Constituciones Salesianas en una frase breve, pero de una gran densidad: “su predilección (de Jesús) en predicar, sanar y salvar, movido por la urgencia del Reino que viene” (C 11).

Ante estas obras extraordinarias de Jesús (milagros/signos), la reacción inmediata es, nuevamente: “¿Quién es este hombre que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 41).

Ahondado en el mensaje enviado a Juan por medio de sus discípulos, el significado que Jesús mismo da a estos signos/milagros conduce al núcleo de su misión: “los pobres son evangelizados”. Jesús tiene plena conciencia de una misión: manifestar, hacer visible, “tangible”, el amor y la misericordia de un Dios que es Abbá: Padre; más aún, “Papá”. Dicho amor y misericordia se hacen realidad en una doble actitud (que conviene distinguir, pero sin separarla en absoluto): en primer lugar, su solidaridad con los más despreciados del pueblo porque considerados como alejados de Dios. Su sola presencia en medio de ellos ya era un “signo” del amor del Padre, y también, inevitablemente, un motivo de escándalo; pero lo más desconcertante era que dicha solidaridad tenía como finalidad hacer realidad en su vida el Don de Dios por excelencia, lo que sólo de Él podía venir: la gracia, en la forma concreta del perdón gratuito. No era sólo el andar con los pecadores y comer con ellos lo que escandalizaba, sino sobre todo lo que esto implicaba, que incluso los hace exclamar: “¿Por qué éste habla así? Está blasfemando. ¿Quién puede perdonar pecados, sino Dios sólo?” (Mc 2, 7). En todas estas acciones, Jesús prácticamente se está colocando en el lugar de Dios, y suscita, como siempre, la pregunta: ¿Quién es éste, que hasta perdona los pecados?” (Lc 7, 49).

Por otra parte, al encontrarnos con Jesús de Nazaret, nunca lo vemos solo; siempre está acompañado de sus amigos, los “discípulos”, de quienes dice Marcos: “Llamó a los que él quiso, y vinieron junto a él. Instituyó doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios” (Mc 3, 13-14). Este seguimiento de Jesús en el discipulado no es sólo fuente y ejemplo para la espiritualidad cristiana, sino que tiene una “valencia teológica” que es necesario explotar.

Hace algunos años, el Rector Mayor escribió en el Boletín Salesiano: “Ricordando la frase di Marco, il discepolato implica, essenzialmente, due aspetti: la convivenza con Gesù, la crescente familiarità ed amicizia con lui, e la partecipazione alla sua missione: l’annuncio del Regno di Dio, accompagnato dal ‘segni’ che lo autenticano”3. E continua:

“Si tratta di un tema relativamente nuovo, dato che tradicionalmente si considerava la sequela di Gesù in chiave soprattutto morale e spirituale, oggi invece ha ricuperato tutta la sua valenza biblica e teologica, tanto che lo si considera uno degli elementi fondamentali che permettono approfondire il Mistero di Gesù, il Figlio di Dio, durante la sua vita mortale.

A prima vista sembrerebbe che Gesù si comporti come un rabbi, un maestro come tutti gli altri. Eppure le differenze sono molto grandi. Nessuno, per esempio, può chiedere a Gesù che lo accolga tra i suoi discepoli: ‘Non siete voi che mi avete scelto, sono io che ho scelto voi’ (Gv 15, 16). Inoltre, seguire Gesù significa lasciare tutto: i propri beni, la propria professione, anche la familia: l’esigenza di Gesù è superiore a quella di Elia quando chiama alla missione profetica il suo successore, Eliseo (Lc 9, 59-62 e Mt 8, 21-22 a confronto con 1 Re 19, 19-21). Non tocca solo momenti di insegnamento, ma abbraccia tutta la vita, condividendo con Gesù la precarietà della sua vita itinerante, le difficoltà e i pericoli, compresa la minaccia di persecuzione e di morte.

Tutto questo può esigerlo solamente Qualcuno che è più di un semplice uomo; solo Dio può esigere di andare oltre i vincoli umani più sacri: ‘Chi ama suo padre o sua madre più di me, non è degno di me; chi ama suo figlio o sua figlia più di me, non è degno di me. Chi non prende la sua croce e viene dietro di me non è degno di me’ (Mt 10, 37-38)”4.

De nuevo, aparece aquí la pregunta: “¿Quién es éste, que pretende cambiar mi vida entera? Más aún: es Jesús mismo quien les hace esta pregunta, en un momento decisivo de su ministerio: los tres evangelios sinópticos presentan este “parteaguas” en la vida del Señor, a partir del cual comienza a anunciarles su pasión y muerte violenta. “Salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo, y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: ‘¿Quién dicen los hombres que soy yo?’ Ellos le dijeron: ‘Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que alguno de los profetas’. Y él les preguntó: ‘Y vosotros, quién decís que soy yo?’ Pedro le contesta: ‘Tú eres el Cristo’” (Mc 8, 27-30; cfr. con detalles distintos, Mt 16, 13-20; Lc 9, 18-21). Las respuestas precedentes, dentro de su inexactitud, apuntan a una figura típica del Antiguo Testamento: la del profeta, que se caracteriza no como quien anuncia el futuro o como quien denuncia las situaciones de injusticia y de pecado, sino en primer lugar como quien habla y actúa en nombre de Dios5.

La pregunta sobre la identidad de Jesús aparece, como hemos visto, ante todas las dimensiones del ministerio de Jesús: su palabra, sus acciones, sus milagros, su solidaridad con los pecadores, su pretensión de perdonar las ofensas hechas a Dios: el pecado.

Pero también aparece, de una forma extraordinaria, en los hombres y mujeres con quienes Jesús se encuentra personalmente. Conviene que profundicemos este tema, central en la vida de Jesús… y en nuestra vida, pues constituyen un paradigma de nuestro encuentro personal con el Señor.

Jesús se encuentra con todo tipo de personas, y para todos es una persona “muy especial”; comenzando por los niños, que se le acercan para que los acaricie y los bendiga (cfr. Mt 19, 13-15 et par.), provocando la extrañeza de los discípulos y el enfado del Señor. A quienes se le acercan esperando recibir la curación de sus enfermedades, les concede mucho más: se sienten amados personalmente por Dios, recibiendo no sólo la salud física, sino la salvación (cfr. Lc 17, 11-19: los diez leprosos; san Agustín comenta: todos recibieron la curación, sólo uno –un extranjero- la salvación…). En uno de sus primeros milagros, al presentarle a un paralítico, Jesús, con ternura, le dice: “Ánimo, hijo, ten confianza, tus pecados quedan perdonados” (Mt 9, 2; Mc 2, 5); a una mujer enferma ya de muchos años –y sin duda, mayor que él-, cuya fe produce una “reacción psicosomática” en Jesús, le dice igualmente: “Ánimo, hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad” (Mc 5, 25-34; Mt 9, 22).

Podríamos continuar hablando de su compasión por el pueblo, a quien siente abandonado, “como ovejas sin pastor” (cfr. Mt 15, 32), que llega en ocasiones incluso al llanto: ante Jerusalén, pensando en su destrucción: (cfr. Lc 19, 41ss.), o ante la muerte de su amigo Lázaro y el dolor de sus hermanas Marta y María (cfr. Jn 11, 35); ante la cerrazón de los jefes del pueblo, siente una mezcla de ira y dolor (cfr. Mc 3, 5), y frente a la exigencia de signos por parte de los fariseos, Jesús responde “dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser” (Mc 8, 12). La ternura con la que se dirige a la viuda de Naim, quien además acaba de sufrir la muerte de su hijo, es conmovedora: “Al verla, el Señor tuvo compasión de ella y le dijo: ‘No llores’. Y acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban, se pararon, y él le dijo: ‘Joven, a ti te digo: levántate’. El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre” (Lc 7, 13-15).

La carta a los hebreos dirá, en forma impresionante: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado” (Hebr 4, 15).

El evangelista san Juan es quien presenta con mayor profundidad estos encuentros de Jesús: ya desde el principio, con el despreciativo Natanael, tiene palabras de aprecio (y quizá un poco de ironía), y este breve encuentro determina un cambio radical en quien se sentía un “auténtico israelita” (cfr. Jn 1, 47ss.). Más adelante, el diálogo con Nicodemo provocará un “nuevo nacimiento” de parte del fariseo, miembro del sanedrín: desde su visita nocturna (probablemente por miedo a sus colegas), hasta la actitud de valentía ante la muerte de Jesús (cfr. Jn 19, 39). La curación de un ciego de nacimiento nos presenta un extraordinario itinerario de fe, que comienza en el don milagroso de la vista física hasta la contemplación del Señor con los ojos de la fe: “’Creo, Señor’. Y postrándose, lo adoró” (Jn 9, 38).

Sobre todo en el encuentro con las personas que sienten que su vida se ha arruinado, no sólo por el desprecio de los demás, sino fundamentalmente por su alejamiento de Dios por el pecado, Jesús muestra su más profunda compasión, y al mismo tiempo, su más íntima “pretensión”: ofrecerles el amor y el perdón mismo de Dios, siendo, en la práctica, su “representante”. Con la samaritana, que tenía todos las posibles contraindicaciones, según la mentalidad judía, para que Jesús le dirigiera la palabra, el Señor se muestra con una conmovedora bondad y misericordia, sin ignorar su pasado: sino más bien invitándola a cambiar su vida; tanto, que, olvidándose de su cántaro, “corrió a la ciudad” (Jn 4, 28), y así se convierte en la primera “evangelizadora”: “Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él (Jesús) por las palabras de la mujer” (Jn 4, 39).

En el evangelio de Lucas, encontramos otro conmovedor episodio: Jesús, huésped en la casa de un fariseo, recibe el homenaje de amor y gratitud de una pecadora pública, suscitando así el escándalo del “justo” fariseo Simón. Es importante hacer resaltar, contra interpretaciones superficiales o incluso equivocadas, que la raíz de la conversión de esta mujer se encuentra en la fe. Este detalle me parece extraordinario: es la única vez, fuera de los relatos de milagros, en que Jesús dice a una persona: “Tu fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc 7, 50): el encuentro con Jesús ha provocado en esta anónima pecadora la experiencia de fe de sentirse amada y perdonada por Dios, y por ello corresponde con un “amor más grande” (v. 47): indicando, con ello, lo que ya aparecía en la curación del paralítico: que el perdón de los pecados de parte de Dios es una obra aún más maravillosa que la curación milagrosa de una enfermedad física. ¡Lástima que el fariseo se atrinchere en el cumplimiento de la ley, cerrándose así a la gratuidad del amor de Dios, no sintiéndose “deudor”, y por tanto, sin necesidad del perdón divino!

Esto nos recuerda, indudablemente, lo que Joseph Ratzinger llama “quizá la más bella”6 de las parábolas de Jesús: la parábola de los dos hermanos y el padre bondadoso (cfr. Lc 15, 11-32). El mismo san Lucas nos relata el encuentro de Jesús con el jefe de publicanos de Jericó, Zaqueo: el sentirse llamado por su nombre por parte de Jesús lo hace sentirse amado, en forma totalmente gratuita, por Dios mismo; y esto provoca un cambio tan radical en él, que le podemos aplicar las palabras mismas de Pablo: “Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo” (Flp 3, 7). La escena culmina con las palabras de Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).

No podemos dejar de mencionar el que quizá es el encuentro más hermoso y “escandaloso” de Jesús, aquel de quien dice, con una frase lapidaria, san Agustín: “Se encontraron, frente a frente, la gran miseria y la gran misericordia”: el encuentro con la mujer adúltera, en Jn 8. Es importante hacer notar que, una vez que Jesús ha “limpiado el terreno”, no minimiza el pecado de esta mujer, ni en sí mismo, ni en relación con los demás; no dice, por ejemplo, “¿ya ves? Los demás son más pecadores que tú”; al contrario: sólo entonces es cuando ella toma conciencia de su situación única y personal, ante el inmenso e inmerecido amor de Dios manifestado en Jesús, a quien llama: “Señor”: quien de un momento a otro le ha abierto un camino nuevo y lleno de esperanza, después de que se había visto a las puertas de una muerte ignominiosa: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8, 3-11).

Finalmente, el mismo evangelista nos presenta el encuentro final de Jesús resucitado con Pedro: Jesús no quiere echar en cara al apóstol su vergonzosa traición: lo que le interesa es ofrecerle su amor, y renovar, una vez más, su fidelidad: “Señor, Tú lo sabes todo: Tú sabes que te quiero” (Jn 21, 17).

Podemos concluir esta parte de nuestra reflexión subrayando: por todas partes, su manera de hablar “con autoridad” y el contenido de su mensaje, centrado en el Reino de un Dios que es “Abbá”, Padre; sus acciones milagrosas, la mayor de las cuales es el perdón de los pecados; sus encuentros personales suscitan la pregunta: “¿Quién es éste?”, pregunta que se orienta siempre… hacia Dios. Jesús aparece como el “lugar” donde Dios manifiesta su amor, su perdón y su salvación. No estamos lejos de la frase que el evangelista Juan pone en boca de Jesús, en la última Cena: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9). Una convicción reflejada, de forma extraordinaria, en la 1ª Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de la vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba junto al Padre y que se nos manifestó-, lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1, 1-3).

3.- “…hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él…” (1 Jn 4, 16)

No podemos quedarnos aquí, indudablemente; ni respecto de la historia de Jesús, ni en cuanto a la identidad de nuestra fe cristiana. Es indudable que su muerte violenta en la cruz, como blasfemo y malhechor, desautorizado por los jefes del pueblo y aparentemente por el mismo Dios, provocó una crisis radical en quienes creían en él, comenzando por los mismos discípulos: “”Nosotros esperábamos que sería él el que iba a liberar a Israel…” (Lc 24, 21).

A este respecto, el Rector Mayor escribe:

Per comprendere meglio cosa significa la Risurrezione di Gesù è necessario –paradossalmente- prenderne sul serio la morte (…) Non mi riferisco solo al fatto, totalmente reale, della passione e morte del Signore, ma anche a quel che implicava per la mentalità giudaica.

Per il popolo di Israele, Dio si manifesta attraverso gli avvenimenti della sua storia e della storia universale. Nel caso concreto di Gesù, la sua morte in croce significava, per un giudeo, che Dio non stava dalla sua parte: che non ne avallava la pretesa messianica e meno ancora la pretesa filiazione divina. Finché non si riflette su questo fatto, non si prende sul serio, dal punto di vista teologico, la morte di Gesù in croce. Di conseguenza, i discepoli di Gesù non si aspettavano più nulla dopo la sua morte: chi parla di ‘allucinazione’ o semplicemente dice che essi ‘videro quel che speravano di vedere’, oltre ad ignorare la concretezza delle persone del popolo, minimizza o persino ignora questo tratto fondamentale dell’israelita.7

En su carta sobre la “Cristología salesiana”, D. Pascual menciona una homilía muy hermosa de Gerhard von Rad, que comenta el encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado.8 A propósito de la expresión: “Estaba María llorando fuera, junto al sepulcro…”, el gran biblista alemán escribe:

María, queridos hermanos, tenía motivo para estar triste; sí, puede decirse que en todo el mundo no hay otro motivo más que éste, para estar tan desesperadamente triste: ha perdido al Señor, a Cristo. Ella había escuchado su llamada, había vivido con él, se había tranquilizado en su presencia, para que luego todo acabase en una gran catástrofe. Se ha roto su esperanza y su consuelo, el sentido de su existencia, como nos gusta decir ahora. No había sido más que un juego, una hermosa ilusión (…) Ninguna otra desilusión que pueda experimentar el hombre en su vida puede compararse con el abatimiento y el horrible desengaño de los discípulos de Jesús tras la muerte de éste9.

Sólo tomando en serio la muerte del Señor, podemos fundamentar nuestra fe cristiana en su resurrección, acción trinitaria por excelencia: Dios resucitó a Jesús por la fuerza de su Espíritu. No podemos, evidentemente, detenernos a profundizar este Misterio central de nuestra fe, del cual dice san Pablo: “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana: estáis todavía en vuestros pecados” (1 Cor 15, 17).

Más bien, en relación con nuestro tema, nos interesa subrayar que la resurrección de Jesús constituye la clave de lectura definitiva para comprender cada vez con mayor plenitud, bajo la guía del Espíritu Santo, toda la vida y acción de Jesús durante su vida pública (“prepascual”).10

A la luz de su resurrección, se va delineando, cada vez con mayor claridad, la respuesta a la pregunta: “¿Quién es éste?”. Y así, surgen dos grandes líneas, que se van de alguna manera identificando:

- en Jesús “habitaba” en plenitud, ya desde su vida terrena, el Espíritu de Dios. Así lo anuncia Pedro, en la casa del centurión Cornelio: “Vosotros sabéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hech 10, 37-38).

- Al mismo tiempo, y no sólo como continuación de la anterior manera de entender el misterio de Jesús, va tomando forma la convicción de que Jesús es el enviado del Padre: una convicción de la primitiva comunidad que se manifestará ya madura en el evangelio de Juan, pero que aparece muy tempranamente (contra lo que algunas corrientes exegéticas y teológicas sostienen). Acerca del texto neotestamentario más impresionante, el himno que san Pablo presenta en la carta a los filipenses (Flp 2, 5-11), Martin Hengel (citado muchas veces por Joseph Ratzinger en su obra sobre Jesús de Nazaret) escribe:

In occasione della festività della Pasqua dell’anno 30 un giudeo di Galilea viene crocifisso a Gerusalemme sotto l’accusa di avere avanzato pretese messianiche. All’incirca 25 anni dopo, Paolo, un tempo fariseo, in una lettera indirizzata ai membri della comunità messianica da lui fondata nella colonia romana di Filippi cita un inno avente per oggetto questo Crocifisso (…) La discrepanza tra la morte infamante di un delinquente politico giudeo e quella professione di fede, che presenta questo giustiziato con i tratti e la natura di un Dio preexistente che si fa uomo e si umilia fino alla morte d’un servo, questa che, a quel che mi resulta, ha costituito anche per il mondo antico una discrepanza priva di riscontri analogici, getta la sua luce sull’enigma della genesi della cristologia nella chiesa primitiva (…) Onde si ha la tentazione di affermare che nel giro di neanche due decenni il fenomeno cristologico è andato incontro ad un processo le cui proporzioni sono maggiori di quelle più tardi raggiunte durante i successivi sette secoli, fino al compimento del dogma della Chiesa antica.11

El proceso al que aludía Hengel, que conducirá a las grandes declaraciones dogmáticas de los Concilios de los primeros siglos de la Iglesia, es demasiado complejo como para querer sintetizarlo en unas cuantas palabras. Lo que podemos decir es que la pregunta sobre el misterio del Dios verdadero y sobre la identidad más profunda de Jesús van totalmente unidas: más aún, son interdependientes, desde el momento en que, como dice san Juan en su primera carta, “hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es Amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). No se trata de una “definición filosófica” abstracta sobre Dios, sino que, como dice Eberhard Jüngel12, es la síntesis más perfecta del “acontecimiento Cristo”. Por una parte, crece cada vez más la convicción de que “Jesús no puede no ser Dios” si tomamos en serio que nos ha revelado, en forma definitiva, el rostro del Dios verdadero, el Amor de un Dios que es “Abbá”, “Papá”; pero, precisamente por eso, no se puede pasar por alto que el secreto más profundo de su existencia es precisamente la de ser Hijo (por lo tanto, “distinto” de Dios): “Si me amarais, os alegraríais de que me vaya al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28). Por otra parte, el “protagonista” de la Iglesia primitiva es el Espíritu Santo, que Jesús resucitado ha enviado de parte del Padre; y como decían los grandes Padres de la Iglesia griega, “¿cómo podría santificarnos/divinizarnos el Espíritu Santo, si él mismo no es Dios?” Por supuesto, tampoco el Espíritu Santo es el Padre. Esta aparente aporía fue fuente de muchas especulaciones heréticas, hasta llegar a la definición dogmática en los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381).

La verdad central de nuestra fe, el Misterio de un Dios Trino y Uno, que es Amor en la perfecta unidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, tiene su raíz más profunda en el misterio de Cristo, el Hijo de Dios hecho Hombre. Termino esta sección con un bellísimo texto de un gran teólogo católico belga, el dominicano Edward Schillebeeckx:

Il Dio vivente non è dunque che l’Infinito, l’Incomprensibile? Non potremo mai indicarlo a dito in questo mondo e dire: Dio è là?

Quando i bambini fanno corona al presepio ed esclamano con gioia: ‘guarda l’asinello’, ‘e la stella’, ‘oh, i re magi coi loro doni’, ‘e i camelli’, ‘e Gesù Bambino”…, il credente china la testa: ‘…Dio è là’. Lui, il Dio vivente, sa che la sua presenza infinita, che tutto comprende e che da tutto traspare, è profondamente oscura per l’uomo, il quale desidera per questo trovarlo in qualche luogo al proprio livello, mostrarlo a dito, poter suggerire in qualche modo a quelli che lo cercano: ‘fuoco!’, ‘acqua!’, come fanno i bambini quando giocano, a seconda che uno si avvicina o si allontana dall’oggetto cercato. Dio conosce il cuore umano. L’infinito si è fatto finito nel Cristo Gesù. Adesso Dio è in mezzo a noi sotto una forma finita, sotto una forma che noi possiamo veramente incontrare: nella casa del publicano Zaccheo, presso il pozzo di Giacobbe o sulla cima di quel monte; ieri, egli è venuto qui, oggi è partito per Gerusalemme. Egli è nel tempio o nell’orto, a sud della città. Egli è là… sulla croce. Noi non possiamo concepire pienamente la presenza incommensurabile di Dio che quando essa si ‘temporalizza’ secondo i nostri limiti, quando viene a stabilirsi accanto a noi, prendendo un volto e parlandoci, quando viene a vivere al nostro fianco così che si possa avvertire come un uomo, ma come un uomo che non si era mai visto.

In verità, tutto ciò non elimina il mistero di Dio. Neanche il Cristo ci ha mostrato Dio talmente in se stesso, da sopprimerne il mistero. Certo, egli ci ha mostrato Dio, ma ha soprattutto mostrato quel che è un uomo totalmente consacrato a Dio, al Padre invisibile13.

4.- “…si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros” (1 Jn 4, 12)

Recapitulando el itinerario de nuestra reflexión, hemos tratado de recorrer el camino de la Iglesia, desde el primer encuentro con Jesús de Nazaret, el predicador itinerante de Galilea, poniéndonos en el lugar de sus contemporáneos. Es necesario ahora regresar a nuestra realidad actual, espero que enriquecidos con este viaje en el espacio y en el tiempo, para preguntarnos: ¿cómo podemos ser discípulos y testimonios del ‘Dios de Jesucristo’, hoy? Y más específicamente: ¿cómo podemos serlo, en cuanto Familia Salesiana?

La Iglesia hoy nos invita a vivir un camino de “nueva evangelización”. Muchas veces, equivocadamente, se entiende esta “novedad” como rechazo del pasado, cuando en realidad se trata de renovar, esto es, volver a nuestras raíces, para retomar el compromiso de ser testigos y apóstoles: enviados a dar testimonio, con nuestra vida y con nuestra palabra, del amor de Dios manifestado en Jesús. Me parece –como una opinión muy personal- que los tiempos en que vivimos, ciertamente muy distintos respecto a cualquier época del pasado, paradójicamente nos presentan el mismo reto de la primitiva comunidad: presentar a un Dios “creíble”, desde la radical humanidad del Señor. A este respecto, nos orienta una frase genial de san Agustín: Per hominem Christum tendis ad Deum Christum14.: “Por medio del Hombre Cristo, tiendes al Cristo Dios”. Me parece que coincide con el programa del Santo Padre Francisco, como orientación de su pontificado. Considero que, aun entre nosotros, los cristianos, sobre todo respecto de los jóvenes, podemos aplicarles lo que Steiner dice sobre Dostoievski, comentando la frase agustiniana: “A diferencia de Tolstói, Dostoievski estaba ardientemente persuadido de la divinidad de Cristo, pero esta divinidad movía a su alma y atraía a su inteligencia con extremada fuerza a través de su aspecto humano”15. No se trata de “rebajar” la exigencia cristiana, conformándonos con la aceptación (muchas veces más sentimental que racional) de un Jesús, “Hombre perfecto”; sino más bien de indicar el posible punto de partida, sobre todo para quienes están lejos de la Iglesia y aun de Dios, quizá porque rechazan –con cierta razón- una imagen no adecuada del Dios de Jesucristo: soy el primero en indicar que ser cristiano es creer en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado.

Si se replicara que parece demasiado “secular” este punto de partida, habría que recordar la palabra misma del Señor: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 35): no alude a ningún aspecto “religioso” o dogmático, sino a la praxis concreta de los cristianos.

La realidad humana e histórica de Jesús, en cuanto Hijo de Dios hecho Hombre, implica también su ubicación en el espacio y en el tiempo. Desde la ascensión, su presencia real y viva entre nosotros es objeto de fe (incluso su presencia eucarística): ya no lo vemos, oímos, tocamos, como lo hicieron sus contemporáneos en Palestina. ¿Cómo continúa, entonces, el plan de salvación de Dios en nuestro mundo? ¿De nuevo Dios se convierte sencillamente en el Dios inaccesible, el “Abismo insondable” del que hablaban los gnósticos?

En dos ocasiones, san Juan utiliza una frase terrible: “A Dios nadie lo ha visto jamás” (Jn 1, 18; 1 Jn 4, 12). Sin embargo, en ambos casos la fuerza de esta expresión está en función de acentuar la contraposición que le sigue. La primera vez dice: “…el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha manifestado” (Jn 1, 18). En cambio, la segunda vez añade: “si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor llega en nosotros a la perfección” (1 Jn 4, 12). ¡Qué maravilla constatar que la misma misión de Jesús es la misión de la Iglesia, de todos los que nos llamamos cristianos; y, en la Iglesia, con un método específico y unos destinatarios preferenciales, es la misión de la Familia Salesiana, que nos ha dejado, como la herencia más preciosa, san Juan Bosco.

En cierto sentido, también deberíamos poder decir, con Jesús y como Él: “Quien nos ve a nosotros, como comunidad que vive en el amor y que promueve la fraternidad en la construcción del Reino, ve a Dios”. Éste es el sentido más profundo de lo que el Rector Mayor nos ha dado en este año, 2014, como Aguinaldo: “la gloria de Dios y la salvación de las almas”.

La “gloria de Dios” no tiene nada que ver con un triunfalismo trasnochado, y menos aún con un orgulloso “narcisismo” divino. Partiendo de la etimología de la palabra, tanto en hebreo como en griego (kabod-doxa), indica el anhelo de que Dios se haga sentir en nuestro mundo, se manifieste en forma visible, audible, palpable. Ya lo ha hecho, de una vez para siempre, en Jesucristo; y nos invita a continuar esta fascinante misión. Quizá más de alguna vez hemos escuchado, de labios de alguna persona: “yo no puedo creer en Dios, pues nunca lo he visto, ni me he encontrado con Él”; en vez de reprenderlo, o darle una clase de teología sobre la invisibilidad e inaccesibilidad de Dios, ¿no deberíamos pensar que, en el fondo, nos está echando en cara a los cristianos no estar cumpliendo la misión que Jesús nos ha encomendado?

San Ireneo lo ha dicho, de una manera insuperable: “la gloria de Dios es el hombre viviente”. Traducido salesianamente, sonaría así: “La gloria de Dios es que nuestros jóvenes, especialmente los más pobres y abandonados, tengan vida, y la tengan en abundancia (=la salvación de las almas)”.

5.- Conclusión

La contemplación de Jesús, en su radical humanidad, en la que manifiesta al máximo el Amor de Dios al compartir en todo nuestra existencia, no puede no culminar contemplando a Aquélla que ha hecho posible, por obra del Espíritu Santo, la Encarnación: la Santísima Virgen María. Si san Juan ha podido decir: “Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado…”: de una manera única puede decirlo la que le ha dado carne de su carne y sangre de su sangre.

Hay un texto conmovedor, aunque muy poco conocido, que describe esta cercanía incomparable de María con Jesús: ¡nada menos que de Jean-Paul Sartre, en una obra de teatro compuesta en un campo de concentración en Trier, en 1940, de la cual dice René Laurentin: “Sartre, ateo deliberado, me ha hecho ver mejor que nadie, si exceptúo los Evangelios, el misterio de la Navidad”16.

Quello che bisognerebbe dipingere, del suo volto, è una meraviglia ansiosa che appare solo una volta in una figura umana, perché il Cristo è suo figlio, carne della sua carne e frutto del suo ventre. Ella lo ha portato per nove mesi, gli donerà il seno e il suo latte diventerà il sangue di Dio. Ma, per il momento, la tentazione è tanto forte da farle dimenticare che egli è Dio: lo serra tra le sue braccia, lo chiama: ‘Piccolo mio!’. Ma, in altri momenti, essa resta interdetta e pensa: ‘È Dio!’. (…) Ma io penso che vi sono altri momenti, rapidi, sfuggenti, nei quali lei sente insieme che Cristo è suo figlio, il suo piccolo, e che egli è anche Dio. Ella lo guarda e pensa: ‘Questo Dio è il mio bambino, questa carne divina è la mia carne, è fatta di me stessa, ha i miei occhi, e questa forma della sua bocca è la forma della mia bocca. Mi rassomiglia’. Nessuna donna ha ricevuto il suo Dio tutto per sé, in questo modo: un Dio tanto piccolo che si può prendere tra le braccia e coprire di baci, un Dio caldo che sorride e respira, un Dio che si può toccare e ride. Ed è in uno di questi attimi che io ritrarrei Maria, se fossi pittore. E cercherei di rendere l’aria di coraggio tenero e timido con cui protendeva il dito per toccare la dolce pelle di quel piccolo Bambino-Dio, di cui sentiva sui ginocchi il piede tiepido, e che le sorrideva17.

Sin embargo, no podemos quedarnos aquí: aquí comienza un camino de fe tan profundo, tan radical y –no podemos negarlo- tan doloroso, como ningún otro creyente ha vivido. Esta cercanía, única, de María con Jesús no sustituye su fe, sino al contrario: la exige, cada vez más incondicional, en la medida en que la realidad parece ir resquebrajando las expectativas –humanas, maternas, judías- de María, hasta llegar al momento culminante: la cruz. El Rector Mayor escribe: “Nel momento cruciale della vita di Gesù (…) troviamo Maria ai piedi della croce: si tratta di tre versetti d’una densità sorprendente (Gv 19, 25-27). (…) Oso riferire alla Madre del Signore l’espressione del vangelo di Giovanni (Gv 3, 16) riguardo a Dio Padre: “Maria ha tanto amato il mondo, da dargli il proprio Figlio”18.

La Santísima Virgen María Inmaculada Auxiliadora es nuestro Modelo en la realización de la Misión Salesiana: llevar a Jesús a tantos muchachos y muchachas, a tantas hermanas y hermanos nuestros, en todas partes del mundo, que nos suplican: Queremos ver a Jesús! (Jn

Maria è, così, il Modello nella realizzazione della nostra missione: portare Gesù a tante ragazze e ragazzi, a tanti fratelli e sorelle nel nostro mondo, che ci gridano: Vogliamo vedere Gesù! (Gv 12, 21).